sábado, 28 de mayo de 2011

CAROLINA SCOTTO



El despacho de Carolina Scotto huele a pintura fresca. Una escalera amplia primero y un largo pasillo después, de paredes recién pintadas y marcos cubiertos con papel de diario, conduce desde la planta baja del Pabellón Argentina de la ciudad universitaria cordobesa hasta ese lugar amplio y silencioso, con grandes ventanales por los que entra el sol tibio del otoño. El rectorado está en obra, y en la alteración que los arreglos han impuesto a la vida cotidiana de la universidad se adivina, sin embargo, cierto orden. Entre las pilas de libros que ocupan las mesas y los rincones, Scotto, doctora en Filosofía, reelecta el año pasado para conducir la Universidad de Córdoba con un amplio consenso –188 votos a favor y 30 en blanco, y el apoyo de todas las facultades– ejerce su cargo de rectora y su profesión de filósofa. Pensar forma parte, sin dudas, de ambas tareas.
El lugar que ocupa desde 2007, tiene una larga historia y un fuerte valor simbólico. De hecho, la Universidad de Córdoba, la más antigua del país, tiene casi el doble de edad que la patria: cumplirá 400 años en 2013 –nació bajo la tutela de los jesuitas en el siglo XVI–, y en esos cuatro siglos sus claustros han sido escenario de hechos decisivos de la historia argentina, como la Reforma Universitaria de 1918 y el Cordobazo.
Como los albañiles y pintores que están renovando el edificio, Carolina Scotto parece haber llegado hasta allí, después de un largo camino académico y personal, para cambiar algunas cosas. Para empezar, y como se ha señalado en infinidad de ocasiones, es la primera mujer que ocupa ese cargo. Para seguir, viene de una disciplina que no es, precisamente, de las más acostumbradas a proveer de cuadros políticos y dirigenciales. En ciertos ámbitos de poder, doctor es sinónimo de abogado. Ella, en cambio, se doctoró en Filosofía.
La dictadura militar la sorprendió en medio de sus estudios y la llevó a refugiarse en la vida doméstica. Tuvo, entonces, muy joven, tres hijos, y terminó su carrera de grado mientras criaba a sus niños, trabajaba y daba clases. Por eso sabe de qué habla cuando se refiere a las dificultades adicionales que suelen enfrentar las mujeres a la hora de construir una carrera académica. La universidad, dice, «es una institución que todavía discrimina. En esta universidad hemos hecho el primer gran estudio, para conocer cuál es la posición de las mujeres trabajadoras, empleadas y profesoras, y de las mujeres estudiantes respecto de sus derechos y sus perspectivas. Y nos hemos encontrado que esta es una institución que sigue haciendo diferencias de género que no se justifican de ninguna manera. Por ejemplo, a igualdad de méritos académicos, son muchos más los varones que las mujeres que están al frente de proyectos de investigación. A su vez, las mujeres dicen haber tenido la disyuntiva, en algún momento, de continuar acrecentando su familia o bien dedicarse a la carrera. En algunos casos nos encontramos con colegas que expresamente confiesan haber decidido no formar una familia o no tener hijos». Entre otras cosas, en la Universidad de Córdoba se ha ampliado la duración de la licencia por maternidad y se ha extendido este derecho a las becarias. «La doble responsabilidad que yo tenía –dice Scotto–, no era sólo cumplir con todos los compromisos contraídos públicamente para conducir esta universidad, sino también mostrar que una mujer podía hacerlo».
–¿Ser mujer y ser filósofa es una condición doblemente desventajosa?
–En casi todas las instituciones más consolidadas en nuestros países –las universidades lo son–, ciertas profesiones y la condición de mujer no han estado justamente en el centro de las decisiones, ni a cargo de puestos importantes y menos en la conducción máxima de gobierno. También creo que viene ocurriendo un proceso muy interesante y sostenido en el tiempo de feminización en casi todas las esferas públicas que es muy notable en el caso de las universidades latinoamericanas. Y eso se evidencia en que carreras históricamente masculinas se han ido feminizando mucho más. Y eso tiene que cristalizar finalmente en lo que yo creo que es un proceso irreversible. Con respecto a carreras como la mía, efectivamente no han gozado de los mejores presupuestos, de matrículas masivas ni de los mejores salarios para quienes egresan de allí, al contrario. En general, las carreras profesionalistas han sido las que generan más expectativa social en los jóvenes que las eligen masivamente, aspirando a puestos de mayor remuneración. No hay filósofos por todos lados ocupando puestos de responsabilidad…
–¿Eso está cambiando?
–Sí, es un error que se va a ir corrigiendo. Cada vez más, nuestros jóvenes pueden elegir una carrera con libertad y menos influidos por prejuicios o representaciones sociales favorables sólo a ciertas carreras. Eso se ve también en la reducción de las matrículas. En las carreras no tradicionales se están inscribiendo más estudiantes...
–¿Cuáles?
–Por ejemplo, en las carreras de Humanidades. No obstante, en este tema particular de la composición de la matrícula universitaria hay mucho que hacer. Yo personalmente no creo que haya que dejar libradas a la evolución de factores culturales complejos las demandas de formación. Hay que estimular la matrícula en carreras en las que tenemos pocos alumnos y pocos graduados y que son muy demandadas en el mercado laboral por distintos sectores. El país necesita profesionales en esas áreas, y por razones que también tienen que ver con prejuicios culturales o con malas épocas para esas profesiones, cuesta mucho conseguir...
–¿Por ejemplo?
–Ingeniería, las ciencias aplicadas en general.
–¿Y a qué se debe la falta de matrícula en estas disciplinas?
–En cierto momento, con la disolución de las fuerzas productivas y del aparato productivo del Estado, y con el apogeo del neoliberalismo, cierta mano de obra empezó a resultar poco necesaria. Pero también, seguramente, tiene que ver con algunas dificultades en la calidad de la enseñanza media para dotarlos de las herramientas apropiadas para cursar estas carreras con éxito. En fin, esos problemas complejos, me parece que la universidad argentina ha empezado a discutirlos y creo que los estamos encarando con más decisión y también con menos prejuicios.
–En un artículo sobre la Reforma Universitaria usted decía que la universidad tenía que recuperar su misión en la sociedad. ¿Cuál es hoy esa misión?
–Creo que la gran misión de las universidades es hacer una contribución específica a la transformación de la sociedad misma, en el sentido de acercar instrumentos para el desarrollo social equitativo. Este es nuestro máximo compromiso. Para eso, lo que nosotros hacemos en las universidades es construir conocimiento. De lo que se trata es de acercar ese conocimiento no sólo a las nuevas generaciones para que continúen esta tarea, sino acercarlo de forma directa a la comunidad desde el momento en que esta lo necesite.
–¿De qué manera?
–Tenemos tres grandes misiones: la enseñanza, la investigación y la extensión. Y en las tres está la mirada hacia el fin social. Normalmente decimos que la extensión es el modo específico a través del cual las universidades aportan su conocimiento, su capital, sus recursos, su experiencia, su equipamiento y su infraestructura para el mejor diagnóstico y, eventualmente, la solución de los problemas de la comunidad. Pero en realidad, a los problemas de la comunidad apuntamos en todas las dimensiones. Debemos también investigar los temas sobre los cuales todavía no tenemos estrategias o herramientas para resolver mejor. Lo sustantivo de la actividad universitaria, nuestro norte, es la comunidad en la que estamos. No sólo la presente, sino también la comunidad futura. Los conocimientos pueden no tener aplicación inmediata y hay conocimiento que se construye sin tener la menor idea de para qué será útil. Y eso sólo lo desarrollan las universidades. En particular, son las universidades públicas las que están poniendo el peso presupuestario en el conocimiento científico básico o más abstracto y más teórico que todavía no sabemos para qué nos servirá.
–En la década del 90, la universidad también se volcó hacia la sociedad, pero una sociedad entendida en términos de mercado. Y estuvo cada vez más orientada a responder directamente a las demandas del capital, tanto en los contenidos como en el perfil de las carreras, y también en materia de investigación. ¿Cómo se define, entonces, a qué comunidad debe abrirse la universidad y cuáles son sus necesidades?
–La comunidad somos todos y la integran distintos tipos de organizaciones, como el sector público, el sector privado, el sector educativo, las organizaciones no gubernamentales y demás. Pero el diagnóstico de cuáles son los problemas y la decisión acerca de cuáles van a ser las políticas públicas que serán necesarias para nuestra comunidad en un momento dado y particular tiene que ser realizado por los mecanismos democráticos que conocemos, a través de los órganos que conocemos, y de eso la universidad tiene que formar parte. Creo también que el sector privado debe insertarse en ese marco en forma adecuada.
–Pero hay distintas formas de aportar al sector privado. Una, la que caracterizó a la universidad neoliberal, es casi una subordinación…
–En todos estos años intentamos despegar a las universidades públicas, y en general al Estado, del neoliberalismo feroz de los años 90. Y en la universidad pública se ha vuelto a desarrollar una vigorosa sensibilidad en contra de la imposición de los intereses corporativos de distintos sectores sobre nuestras agendas e, incluso, sobre nuestros recursos. Durante la etapa neoliberal, toda la actividad de extensión se tenía que orientar a aquellas acciones que pudieran permitirle a la universidad tener recursos para hacer lo que le es propio. Porque ni siquiera podíamos cumplir nuestra misión esencial. No teníamos manera de financiar los posgrados, no teníamos manera de financiar la formación de grado, no teníamos manera de crecer innovando en nuestras propias ofertas de promoción. Pero todo esto se ha ido revirtiendo. Sin duda, acompañado también por las políticas de recuperación presupuestaria sostenida que hemos tenido estos años. Esto ha ayudado a fortalecer nuevamente la autonomía frente a la entrega de la universidad a los intereses corporativos.
–¿Hay una relación entre los cambios positivos que está viviendo la universidad con los procesos políticos que está viviendo la Argentina y algunos países de América latina?
–Sí, creo que hay una decisión sostenida, como política de Estado, de fortalecer el sistema educativo público y, en particular, privilegiar a la universidad pública, no sólo con políticas de recuperación presupuestaria sostenida, sino además referenciando a las universidades como el ámbito privilegiado de consulta del Estado.
–¿Esto antes no era así?
–Antes era todo lo contrario. Era el sector privado aquel a quien debía consultar el Estado. Las consultoras privadas eran las fuentes; los insumos básicos de los gobiernos neoliberales. Ahora somos las universidades las proveedoras de los insumos básicos. Y es natural que así sea. El Estado está financiando a las universidades, les está diciendo «investiguen libremente», corresponde que les diga «explíqueme cómo hago esto» o «estudie este problema» o «constrúyame indicadores para evaluar esta situación» o «diséñeme una solución para este problema». Es lógico, pero sólo ahora parece lógico. Antes habíamos llegado a acostumbrarnos a que entre el Estado y nosotros no hubiera ninguna relación importante, a estar en una especie de limbo dependiente de que el mercado nos prestara alguna atención, y además esforzándonos por mostrar a la opinión pública que éramos eficientes, que usábamos bien el presupuesto.
–¿Los años 90 representaron un retroceso con respecto a ciertos principios de la Reforma Universitaria?
–En todo sentido. También con respecto al concepto mismo de educación pública como un bien público, como un bien social y como un derecho humano básico que tienen los ciudadanos de nuestro país y que debe estar financiado por el Estado, porque deja de ser un derecho cuando pasa a ser solamente una opción para quien pueda pagarse sus estudios y que, entonces, pasa a depender sólo de sus propios recursos, gustos o intereses personales o de clase.
–¿Cómo ve la capacidad crítica en la universidad? ¿Disminuyó también a partir de las políticas neoliberales? ¿Y de qué manera se vio influida por eso que se llama la burocratización del conocimiento, los mecanismos de evaluación y de acreditación?
–Creo que en general los estigmas ideológicos de época impactan muchísimo en nuestras vidas. Efectivamente, el potencial crítico en la universidad en los años 90, como mínimo, se adormeció. Muchos intelectuales se resignaron a que la vida intelectual no pasaba por la universidad, que apenas se podía sobrevivir en ella. Había un clima poco estimulante para la condición intelectual, artística, autónoma, independiente. En la universidad no hay mecanismos directos de censura. Lo que sí hay es un enorme caudal de producción crítica adormecida y escondida. Hay mucha producción crítica, mucho saber útil cuya sola discusión generaría un enorme impacto social en temas políticos, en temas ideológicos, en temas sociales, en temas legales, pero las universidades todavía no le están dando la suficiente importancia a que ese conocimiento se conozca. Por otra parte, es verdad que los sistemas de evaluación de la actividad y de la producción académica se han hecho muy complicados y muy burocratizados. Eso ha obligado a los profesores a dedicar una enorme cantidad de tiempo a tareas que, por un lado, tienen la ventaja de estandarizar un poco la producción y la hacen comparable, pero, por otro lado, pueden llegar a volverse excesivas hasta el punto de que, como ocurre en algunos casos, no tenga el menor sentido la calidad de lo que se hace sino sólo la cantidad. Esto me parece una especie de desquicio, una pérdida de recursos y, sobre todo, una pérdida del precioso tiempo intelectual de nuestros investigadores.
–Durante el debate que se dio a raíz de la visita de Mario Vargas Llosa a la Argentina, muchos académicos e intelectuales salieron a hablar públicamente sobre temas que no suelen ocupar el interés de los medios. ¿Cómo vio esa discusión?
–A mí me entusiasma que haya interés en ir más allá del estrecho límite de la propia profesión y del ámbito de trabajo, para salir a la arena pública a debatir. Me parece que las cosas que se han dicho en torno a la visita de Vargas Llosa han sido bien interesantes. Y por supuesto, todas han excedido a Vargas Llosa. Me parece extraordinariamente positivo que nos atrevamos cada vez más a arriesgar nuestra opinión en el terreno público. Porque hacemos una gran contribución que, además, creo que es obligatoria. Tenemos que salir a opinar, a formar una conciencia colectiva más crítica. No son temas que debiéramos dejar en el café, en el paper o en la discusión de pasillo en la universidad. A su vez, deberíamos ponernos un poco menos nerviosos por las discrepancias y más bien excitados por el estímulo que provoca que haya otro que piense distinto y que se produzcan estos acontecimientos que agitan la vida pública.

Marina Garber